El duelo del hijo que no nació

No es cosa de un par de meses. No es algo que se pueda olvidar fácilmente. "Es difícil comprenderlo si no lo has vivido". Así es...

Te has quedado en algún punto del camino, con los ojos fijos en el horizonte de un futuro que de pronto se ha desvanecido. Sabes que debes regresar al presente y escuchas varias voces de gente cercana que te lo confirma. Entonces giras y caminas a tu vida diaria, pero tu cabeza se vuelve y mira a aquel lugar desde donde vislumbrabas un horizonte lleno de deseos y emociones cálidas.

Yo fui volviendo a trocitos. Sentí el regreso de mi cuerpo como todo un proceso que necesita su tiempo. El cuerpo sumaba más emociones a las ya sentidas por la pérdida, la mente hacía lo que podía en el maremagnum del volver de nuevo. También sentí que todo ello movía una gran cantidad de energía que salía, entraba y hacía olas más grandes y más pequeñas provocando un terrible cansancio… Lentamente todo aquello fue haciéndose más pequeño mientras pasaban las semanas…

Aunque el tiempo pasaba, era difícil evitar los flashes del recuerdo. La memoria asalta como una cámara fotográfica que te envía instantáneas sin previo aviso. De pronto me devolvía al momento de la noticia, a los rostros de mis hijos, a las conversaciones mantenidas, a cada instante intenso, a las respuestas de mi cuerpo, a la esperanza y la desesperanza, al dolor, al hospital…

Pasó más de un mes hasta que mi cuerpo físico comenzó a latir a un ritmo más o menos equilibrado y hasta que esa energía que salía y entraba en volandas comenzara a serenarse y a aportar un poco de fuerza interna. Mientras esto sucedía, decidí que las emociones navegaran a través de mí: dejé que la tristeza me inundara y las lágrimas salieran cuando era necesario, dejé que hubiera compases para que el corazón doliera, me dejé enfadar y pedí explicaciones al cielo cuando llegó el momento. Y a ratitos, dejé que mi mente hiciera conjeturas y hasta me culpabilicé por todo lo ocurrido, al fin y al cabo manejo muy bien el flagelo interno.

 Así y todo… al cielo agradezco que yo no me abandonara ni dejara que esas emociones y esa mente tomaran el control. Tan solo dejé que pasaran por mi interior sin negarlas, intenté no dar cuartel a pensamientos negativos ni acusatorios. A estas alturas sé que sólo aportan basura que ensucia sin ayudar en nada.

Pude hacerlo porque conté con dos o tres personas que no me abandonaron en ningún momento, y con algunas otras que me apoyaron de manera sincera y suave. No porque estuvieran todo el día en mi casa o hablando conmigo, sino porque su presencia aún en la distancia, su escucha y su mano tendida fueron una cuna que me contuvo como a un bebé. Entre esas personas estuvo mi marido, haciendo un esfuerzo bien difícil que después le pasó factura, pues nuestras parejas, aun cuando no sienten la pérdida en su cuerpo físico, la sienten también profundamente y del mismo modo necesitan ayuda. Mi pareja se volcó en mí, nadie le apoyó expresamente a él ni tampoco lo pedimos. Supongo que tendemos a pensar que no lo necesitan tanto… después nos dimos cuenta de que lo habría necesitado como el que más.

Pude hacerlo porque mi corazón comprendía. Comprendía desde hace ya tiempo que el Universo es inconmensurable, que a veces no es posible saber el porqué de las cosas, pero que nada sucede por nada…que todo forma parte de una sinfonía que se mueve en compases desiguales y aparentemente caóticos… ésos que después crean un dibujo de sublime armonía…

Cuando el corazón comprende el alma se llena de paz. Pude sentir esa paz incluso cuando la energía se fue, cuando las emociones se fueron sucediendo, cuando la mente racional entraba en juego, pedía explicaciones y hacía círculos y cábalas sin piedad. Volví a experimentar que se puede sentir paz en el dolor. 

Envolvimos a mis hijos en amor, les contamos como pudimos, nos despedimos de su hermano. Comprendieron a su modo, y fue emocionante para nosotros.

Pasó un mes y me encontré mejor. Pasaron dos y me dije… “bien, esto va a ser más largo de lo que pensaba”. Han pasado tres meses, con unas vacaciones de verano realmente reparadoras por medio, y me lo tomo con calma. Quien ha vivido un duelo lo entenderá. Así sea el duelo de una vida tan corta como la de un ser de dos meses, cuya concepción puede remontarse meses y meses atrás…
¿Es que esa vida eligió vivir una experiencia terrestre tan corta por algún motivo? ¿Es que no era momento de que viniera por cualquier razón que se escapa a nuestro entendimiento? ¿Es que tuvo miedo de encarnar en este mundo denso y complejo? ¿O tuvimos miedo los padres? ¿O tal vez...?

Sea como sea… es importante que llegado el momento tanto el padre como la madre busquemos apoyo, dejemos canal a las emociones, abramos el corazón a una mayor comprensión, precisamente para poder trascender todas estas preguntas… y aceptar, siempre sin culpas propias o ajenas, esos compases caóticos que nos pueden llevan al más duro de los aprendizajes, cada uno el suyo… y que como tantas otras heridas vitales, al final pueden convertirse en amargura o resentimiento, o llevarnos al camino de la compasión.

El apoyo en ocasiones puede venir de fuera, o comenzar desde profesionales que te atienden y te entienden: El duelo perinatal: buscar ayuda.

Una persona a la que aprecio mucho me escribió: “Imagino que a veces un hijo adquiere una posibilidad de existencia, una forma diferente a la que se esperaba, y tu familia la crea con un amor tal que esta existencia está siendo y será  una bendición para el mundo a la vez que una ausencia. Dejará, lo sabemos, en su momento, de ser ausencia para ser lo que es: Amor sin forma que derramaréis como bendición sobre todos los que se acerquen a vosotros.”

 Gracias por elegirnos para encarnar tu paso por esta Tierra.


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